La Isla de los muertos

La Isla de los muertos

La isla de los muertos es una novela corta ambientada en La Habana, Cuba durante la segunda década del presente siglo. Un joven aspirante a escritor, Román, y su hermano adolescente insertado en el narcotráfico, así como Gabriel uno de los millones de jóvenes olvidados por el fantasmagórico proyecto socialista cubano se constituyen como protagonistas de esta historia. En ella se narran los avatares por la subsistencia de sus personajes en una ciudad derruida, agonizante, cruel. La amistad, la familia, la paternidad, la Historia y la imperante necesidad de afirmación de identidad que se encuentra en constante actualización y que a cada paso amenaza con desvanecerse, constituyen los principales tópicos de este relato. 


                   
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No hay ni vergüenza, mi chama. Esa fue toda la respuesta que tuvo del carnicero al  preguntar si al fin había llegado el pollo de población. Nada que hacer. ¿Qué diría el  Wittgenstein de todo aquello? Si los límites del mundo son los límites del lenguaje, y el  mundo es mi mundo, entonces este hombre, sudado y maloliente, con la ropa empercudida  a fuerza de tanto uso y poco detergente, encargado por una suerte de providencia  comunista de ser quien repartiera el maná a gran parte de los habitantes de Cayo Hueso,  era un fiel ejemplo de que el mundo era pequeñísimo. ¿Con qué figura lógica se podría  representar todo aquello? La bodega en penumbras, el olor a cigarro, el calor asfixiante,  niagaras de sudor salado, las intrépidas cucarachas que ensayaban sprints a lo Asafa  Powell mientras sorteaban los obstáculos en el mostrador. ¿Y las paredes? Bien, gracias,  mostrando resignadas cicatrices de añejos combates; versus la indiferencia, la escasez, la  ineptitud, las más armas efectivas con que nos ha herido el tiempo en su asedio. Como  para escribir una Historia del cerco de la Habana. Pero ahora es mejor dar marcha atrás  y salir a luchar algo; eufemismo que para los cubanos significa algo así como que en casa  no hay nada que comer y la calle se muestra como la única opción, prodigio del mercado  de intercambios.  

-¿Qué bolá, asere?  

-¿Qué hay?  

-Tan buscando una línea de teléfono.  

-¿Cómo se llama?  

-Setecientos.  

-¿Y cómo sería la cosa?  

-Sei pa el dueño, medio tronco pal Punto y piedra fina pati y pa mí.  -Me cuadra. De hecho, me parece que ahora mismo tengo la jugada. La jeva de San  Lázaro, la que alquila. Ella lo que tiene es una extensión que le tiró el Chispa. Pero tú  sabe que él es un apretador, que cada vez que está pa meterse unos buches le pide que le  pague adelantao. Y según ella esa cantaleta es todos los días, y ya anda como por quince  pesos al mes.  

-Bueno, papi, échale el disparo que esto está que arde.  

-Nos vemos en el parque dentro de hora y media.  

Ya se verán en el parque, con el sol como testigo, y uno le dirá al otro que la Pechugona  -la jeva de San Lázaro- se apretó, que dijo que sí, que su hermana que estaba con un  alemán podía tirarle un cabo, pero que siete era demasiado, que ella no le podía pedir  tanto y que tampoco su hermana se lo iba a dar. Además, que llevaba poco en el negocio  y todavía no había levantado presión. Qué bueno, si le daban la posibilidad de pagarlo a  plazo… 

-No sé, tendría que hablar con el Punto -dice con aires del Pensador el intermediario, el  segundo en la cadena alimenticia -.  

-Pero lo de nosotros sí tiene que ser a la mano. Porque yo no como a plazos -dice el tercero  en la cadena alimenticia. 

-No, no, seguro. Sino no hay chen.  

Que es lo mismo que decir que no hay negocio, que se frustró la operación en el Cayo  Hueso Trade Center, sito en cualquier esquina del afamado barrio. Al final las  negociaciones no prosperan con el Punto, que es momento ya de decirlo, no es un  sustantivo propio sino un sucedáneo que utiliza el intermediario para no revelar la  identidad de quien está detrás de la transacción y así no le tumben a él su jugada. Y los  dos terminan por botarle a la Pechugona cuatro sacos de escombros de la construcción  de otro cuartico que está terminando para alquilar por horas, claro, pa que el negocio  crezca y poder levantar presión. Porque no hay dinero pa comer, pero pa pegar tarros y  kimbar siempre se inventa, y todo por seis cuc.  

Ciertamente, si se le atribuye al buen Wittgenstein algo de acierto tendríamos que  convenir en que para cada hecho, atómico o no, hay una figuración. A no ser que  justamente por ser todo esto un sinsentido carente de lógica no pudiera ser simbolizado  por proposiciones coherentemente formuladas, o no existiera acaso simbolismo lógico en  el mundo capaz de acercarse de veras a la realidad. Entonces –siguiéndole la rima al  austríaco-, es probable que toda la vida, o al menos una gran parte de ella, no sea. Es  decir, que hubiese sido una proyección mental, el sueño de alguien que durmiendo  fantaseara a jugar con la existencia incorpórea de millones de personas. Quizás nos soñara  Brahma, un Brahma soberbio y tropical. No hay palabras. De lo que no se puede hablar,  mejor es callarse. Entramos en el terreno de la mística. Que suerte la de Wittgenstein de  no haber vivido en esta Cuba, como cubano, claramente. Lo más probable es que hubiese  terminado loco como tantos se ven hoy en las calles de la Habana, maldiciendo la hora en  que había rechazado la herencia.  

El tercero en la cadena se llama Gabriel, y si se ha seguido el hilo de lo dicho hasta aquí,  se entiende que es quien entró en la bodega con más resignación que esperanza para  preguntar por el pollo de población. Pero ahora, a mediodía, entra en la casa que le quedó  de herencia de sus abuelos y que para no desentonar con el contexto ni llamar la atención  del jefe de sector está, como él mismo dice, hecha talco. Y eso no por voluntad propia  sino de la divina providencia, del sueño idílico de Brahma. Si, el de una sociedad donde  obreros e intelectuales coman lo mismo y se vistan igual, si puede ser como espartanos  mejor, todos con la túnica rojita. Un poco caprichoso este Dios -para el cual utilizamos la  mayúscula porque es el único y verdadero, y de paso para no herir su orgullo propio-, y  además cultísimo, que ha hablado tantos idiomas como intereses hay, y ahora, finalmente,  se ha abierto a todos, vendiéndole su sueño con emanaciones y todo a la inversión  extrajera, y al carajo la sociedad espartana con sus homoioi, sus éforos, su asamblea, y su  diarquía. Bueno, lo de la diarquía puede esperar, al final todas esas eran mariconadas de  los griegos, que aquí lo que hay es que eliminar las gratuidades. Pero Gabriel piensa en  todas estas cosas de pasada y sin orden, como recuerdos inconexos de sus conversaciones  con Román, el único amigo que tiene, o al menos el que ha estado ahí cuando la cosa se  ha puesto jodía de verdad. Porque ahora se va a dar un baño para quitarse el polvo del  cuerpo que así como está tiene pinta de albañil en plena faena, y él puede no tener casi  ropa, o la poca que tiene estar llena de remendones, pero lo que si no soporta es andar  sucio. Coño, pobre pero con dignidad. Después quizás salga a buscar una cajita de comida  para el almuerzo y compre otra que guarde pa porla, y como son tres los cuc que le  tocaron, con el que le sobra va a comprar cigarros y unos panes para antes de acostarse.  Mañana será otro día.


Cuaderno de Apuntes


El agua se desliza con mansedumbre por debajo del muelle hasta llegar a la orilla. Allí, cientos de piedras cubiertas por capas de musgo verde son ahogadas una y otra vez solo para ver después como la marea se retira, escurriéndose entre ellas, cautelosa como una fiera que acecha esperando todavía alguna reacción de su presa. Sobre el muelle un chico espera, sentado sobre uno de los bordes laterales con las piernas pendiendo hacia fuera. En sus manos lleva algo, acaso un collar. Pero no uno lujoso, de oro o piedras preciosas. Este está hecho de caracoles de mar. Encargado a un pescador de los que tanto van al palacio a vender su mercancía. O mejor dicho, al único pescador que en realidad va al palacio porque es amigo de Paolo, de los demás solo llega el olor a sudor fundido con el del pescado que en ocasiones también compra Caridad, la negra encargada de la cocina. Pero Paolo es hombre simple. Es por ello que tiene costumbre, siendo de alta cuna, de gustar de la conversación de la gente común. Quizás porque siendo mediterráneo es también hombre de puerto y de mar y lo une a este pescador algo más instintivo que un título, que el lecho donde duermen, los sirvientes, el idioma, y por último, el patrimonio del que disponen. Ante todas estas diferencias que se interponen, o mejor dicho, por debajo de ellas, socavándolas, minando sus bases hasta hacerlas caer como cosa superflua, está ese olor que los trasciende. La infinita presencia del mar que siempre llevan, estén donde estén, en sus narices. Hasta parece ya impregnada en la piel. El suave rumor sin el cual se antoja imposible relajarse puesto que el completo descanso, ese dejarse estar, solo es dable en compañía de las cosas conocidas, es por ello que ese arrullo es imprescindible hasta el punto de cerrar los ojos y entregarse a él porque ya habita estampado en la memoria. Y por último la polisémica sensación del azul. Un azul que tiene una identidad térmica. Ese vapor que calienta primero la nuca y luego se dispersa por todo el cuerpo y casi ciega los ojos, insufrible para quien no haya nacido cerca del mar. Un azul caliente, da lo mismo que sea agosto o diciembre, que proyecta sobre la superficie ondulante destellos luminosos de una tonalidad plateada. Y que en ocasiones también se muestra como enfadado y entonces luce turbio y los pescadores dicen que está revuelto. Otras veces, en cambio, parece de una sabiduría ancestral y se mueve con gran parsimonia, mostrando diminutas crestas de espumoso blanco. Todo eso lo comparten Paolo y el pescador, es como una hermandad sustentada sobre un acto primitivo, como el de la adoración del fuego. Solo que ellos no se sientan alrededor de una fogata. Su culto no es sobre algo re-creable que cuando termina el ritual puede ser apagado y continuar con la vida corriente. El objeto de su adoración los trasciende y condiciona sus existencias, les habla en todo momento, es una presencia que no se puede ignorar, como el Dios de los cristianos. Y es esta íntima conexión entre el pescador y su abuelo lo que ha percibido el chico sentado sobre un costado del muelle con las piernas pendiendo hacia fuera. Por eso se le acercó a aquel una tarde cuando regresaba junto con Paolo de una de sus vueltas en bote y en un momento en que el abuelo no los veía le pidió de favor que le trenzara un collar de caracoles igual al que llevaba puesto. Y como el pescador preguntara si era para él y recibiera la negativa, solo expresada con un gesto de la cabeza seguido de un silencio más que elocuente, comprendió que la destinataria era una fémina. Entonces le había hecho este que ahora lleva entre sus manos, mestizas por el anverso, notablemente rosadas las palmas, mucho más fino y trabajado, ignorando acaso que la depositaria de aquel gesto no era una dama de sociedad sino una recogida en el palacio. Pero para el chico sentado sobre un costado del muelle con las piernas pendiendo hacia fuera eso no importa. Qué más da si también él es un recogido. Uno arrojado hacia la frontera de dos mundos. Es negro y no ama el tambor, tampoco le gusta el baile y no entiende la lengua de los Orishas. También es blanco pero rechaza toda la ciencia de los libros en la biblioteca de Paolo porque no encuentra vida en ellos. Las historias contadas boca a boca por gente que no sabe leer ni escribir y es media supersticiosa tienen un encanto especial, casi mágico, seducción de barracón donde todo es posible. Cuento de camino, de esquina, donde la pedantería académica no encuentra sitio. Solo aquel Sócrates le parece sabio porque todo lo que sabía era que no sabía nada, justo como él. Y acaso solo en eso consista la sabiduría. En tener la capacidad de sentir y expresar lo que es común a todos los hombres sin importar lo accidental de cada cual. Quizás habría amado Sócrates igual que él. Y también, quizás, habría esperado en un muelle hasta caer la tarde, con un collar de caracoles entre sus manos de hombre. De blanco y de negro y de ninguno de los dos, solo de hombre que ama. Y el chico sentado en un costado del muelle con los pies pendiendo hacia fuera se pone de pie hasta ser solo Tirso, hijo de Ignacio, hijo de Paolo. La espera ha sido en vano. La sorpresa postergada. La alegría en los ojos de ella cuando le fuera entregada la prenda y el brillo anhelante en los de él ha sido frustrado. Nada de eso sucederá, al menos no este día que ya muere. Entonces el collar será guardado en un bolsillo del pantalón. Luego al entrar por la puerta trasera del palacio alguien le interrogará con docilidad dónde había estado que Don Pablo había preguntado varias veces por él y nadie le ha podido dar respuesta. Él replicará que con solo asomarse a la ventana lo habrían visto en el muelle y que además no era un señorito para que tuvieran tanta pendencia con él. Pasará por el amplio comedor y del frutero va a tomar dos naranjas que llevara para su alcoba. Allí sacará el puñal que siempre lleva en un costado del pantalón, regalo de Paolo, y con él va a partir cada fruto en cuatro, la manera más fácil de comerlos, siempre pensando que ella no fue.
Ahora ya es noche cerrada y la brisa entra silenciosa en la habitación. Lo inunda todo con un aroma salvaje, animal. Trae olor a mundo. Tras de ella la puerta se cierra silenciosa. Camina en puntillas de pies por toda la estancia y sus pasos son como el roce de la seda. Tirso se percata de su presencia y siente una roña que empieza a calentarle la sangre. La brisa suave, con cautela, se introduce por debajo de las sábanas hasta tocarlo. El vestido de noche que lleva parece diluirse sobre su piel y Tirso siente que también la brisa está febril. Y lo que primero fue roña ahora es calentura, fiebre que nace en el bajo vientre y se extiende entre las piernas. Entonces la brisa que es mujer se vuelca sobre Tirso, hijo de Ignacio, y lo besa despacio, le muerde morosa los labios, lo mira con sus ojos entrecerrados de gata en celo, le sopla sobre el rostro su respiración. Ella está allí, como casi todas las noches, pero faltó a la cita. No estuvo en la tarde ni en el muelle ni frente a la bahía ni sintió el azul en sus ojos y en la nuca. La brisa lo monta con bríos hasta arquearse los dos y quedar hechos una sola masa informe. Ella mordiéndole sobre la clavícula derecha, justo en el trapecio, él con sus dos brazos estrechándola fuerte contra su pecho. Después la brisa se hace a un lado y cae bocarriba sobre el lado izquierdo de la cama. Su respiración es irregular. Se hace un silencio de palabras no dichas. El ambiente es denso, de fluidos intercambiados y de sudores aun jadeantes. Finalmente ella se sienta sobre un borde de la cama con los pies pendiendo hacia fuera. Tirso ve la silueta de hembra perfecta, los dos pequeños hoyuelos justo donde comienza la espalda baja. A diferencia de él ella no espera nada. No ve el azul, ni escucha el suave rumor del agua jugueteando entre las piedras cubiertas de musgo verde. La brisa permanece indiferente a todo ello. Segura de sí misma, de la efímera belleza de sus veintiséis años y de la inalcanzable ventaja que le lleva a los quince de él. Se pone de pie y ya no es la brisa que se halla sentada sobre un borde de la cama con los pies pendiendo hacia fuera, sino solamente Carmen, quien recoge el vestido de noche que llevaba puesto cuando entró en la habitación y se deslizó encima del lecho. Con gran arte se introduce en un solo movimiento hacia el interior de la prenda. Luego camina con el mismo paso armonioso con que un rato antes entrara y el vestido ancho ondula insinuando, para una vista experimentada en cuestiones de cataduras, toda la excelencia de aquel cuerpo. Tirso mira al techo atrapado entre la displicencia de la carne y el mudo rencor del espíritu. Oye el inequívoco ruido del llavín al cerrarse la puerta, señal de la irremediable huida de Carmen, e imagina los pasos inaudibles del otro lado del corredor. Ya mañana la tendrá por otro pedazo de noche, así ha sido durante los últimos seis meses. Tener y no tener. Debajo de la almohada el collar de caracoles parece rememorar, como un reproche sutil, todas las aventuras sufridas por el pescador para coleccionar cada pieza de la cuenta.