
La isla de los muertos es una novela corta ambientada en La Habana durante la segunda década del presente siglo. Un joven aspirante a escritor (Román) y su hermano -un adolescente insertado en el narcotráfico-, así como Gabriel -uno de los millones de jóvenes olvidados por el fantasmagórico proyecto socialista cubano- se constituyen como los protagonistas de esta historia. En ella se narran los avatares por la subsistencia de sus personajes en una ciudad derruida, agonizante, cruel. La amistad, la familia, la paternidad, la Historia y la imperante necesidad de afirmación de una identidad que se encuentra en constante actualización, y que a cada paso amenaza con desvanecerse, constituyen los principales tópicos de este relato.
A continuación una selección de los primeros cuatro capítulos del libro
1
No hay ni vergüenza, mi chama. Esa fue toda la respuesta que tuvo del carnicero al preguntar si al fin había llegado el pollo de población. Nada que hacer. ¿Qué diría el Wittgenstein de todo aquello? Si los límites del mundo son los límites del lenguaje, y el mundo es “mi mundo”, entonces este hombre sudado y maloliente, con la ropa empercudida a fuerza de tanto uso y poco detergente, encargado por una suerte de providencia comunista de ser quien repartiera el maná a gran parte de los habitantes de Cayo Hueso, era un fiel ejemplo de que el mundo era pequeñísimo. ¿Con qué figura lógica se podría representar todo aquello? La bodega en penumbras, el olor a cigarro, el calor asfixiante, Niagaras de sudor, las intrépidas cucarachas que ensayaban sprints a lo Asafa Powell mientras sorteaban los obstáculos en el mostrador. ¿Y las paredes? Bien, gracias, mostrando resignadas cicatrices de añejos combates; versus la indiferencia, la escasez, la ineptitud, las armas más efectivas con que nos ha herido el tiempo en su asedio. Como para escribir una Historia del cerco de La Habana. Pero ahora es mejor dar marcha atrás y salir a “luchar” algo; eufemismo que para los cubanos significa algo así como que en casa no hay nada que comer y la calle es la única opción, prodigio del mercado de intercambios.
—¿Qué bolá, asere ekó?
—¿Qué hay?
—´tan buscando una línea de teléfono.
—¿Cómo se llama?
—Setecientos.
—¿Y cómo sería la cosa?
—Sei´pal el dueño, medio tronco pal punto, y piedra fina pa´ti y pa´mí.
—Me cuadra. De hecho, me parece que ahora mismo tengo la jugada. La jeva de San Lázaro, la que alquila. Ella lo que tiene es una extensión que le tiró el Chispa. Pero tú sabe que él es un apretador, que cada vez que está pa´meterse unos buches le pide que le pague adelantao. Y según ella esa cantaleta es todos los días, y ya anda como por quince pesos al mes.
—Bueno, papi, échale el disparo que esto está que arde.
—Nos vemos en el parque dentro de hora y media.
Ya se verán en el parque, con el sol como testigo, y uno le dirá al otro que La Pechugona —la jeva de San Lázaro— se apretó, que dijo que sí, que su hermana que estaba con un alemán podía tirarle un cabo, pero que siete era demasiado, que ella no le podía pedir tanto y que tampoco su hermana se lo iba a dar. Además, que llevaba poco en el negocio y todavía no había “levantado presión”. Qué bueno, si le daban la posibilidad de pagarlo a plazo…
—No sé, tendría que hablar con el punto —dice con aires del Pensador el intermediario, el segundo en la cadena alimenticia.
—Pero lo de nosotros sí tiene que ser a la mano. Porque yo no como a plazos —dice el tercero en la cadena alimenticia.
—No, no, seguro. Sino no hay chen.
Que es lo mismo que decir que no hay negocio, que se frustró la operación en el Cayo Hueso Trade Center, sito en cualquier esquina del afamado barrio. Al final las negociaciones no prosperan con el punto, que es momento ya de decirlo, no es un sustantivo propio sino un sucedáneo que utiliza el intermediario para no revelar la identidad de quien está detrás de la transacción y así no le tumben a él su jugada. Y los dos terminan por botarle a La Pechugona cuatro sacos de escombros de la construcción de otro cuartico que está terminando para alquilar por horas, claro, pa´que el negocio crezca y poder levantar presión. Porque no hay dinero pa´comer, pero pa´pegar tarros y kimbar siempre se inventa, y todo por seis CUC.
Ciertamente, si se le atribuye al buen Wittgenstein algo de acierto tendríamos que convenir en que para cada hecho, atómico o no, hay una figuración. A no ser que justamente porque todo esto sea un sinsentido carente de lógica no pudiera ser simbolizado por proposiciones coherentemente formuladas, o no existiera acaso simbolismo lógico en el mundo capaz de acercarse de veras a la realidad. Entonces —siguiéndole la rima al austríaco—, es probable que toda la vida, o al menos una gran parte de ella, no sea. Es decir, que hubiese sido una proyección mental, el sueño de alguien que durmiendo fantaseara a jugar con la existencia incorpórea de millones de personas. Quizás nos soñara Brahma, un Brahma soberbio y tropical. No hay palabras. De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Entramos en el terreno de la mística. Que suerte la de Wittgenstein de no haber vivido en esta Cuba, como cubano, claramente. Lo más probable es que hubiese terminado loco, como los tantos que se ven hoy en las calles de La Habana, maldiciendo la hora en que había rechazado la herencia.
El tercero en la cadena se llama Gabriel, y si se ha seguido el hilo de lo dicho hasta aquí, se entiende que es quien entró en la bodega con más resignación que esperanza para preguntar por el pollo de población. Pero ahora, a mediodía, entra en la casa que le quedó de herencia de sus abuelos, y que para no desentonar con el contexto ni llamar la atención del jefe de sector está, como él mismo dice, hecha talco. Y eso no por voluntad propia sino por la divina providencia del sueño idílico de Brahma. Sí, el de una sociedad donde todos coman lo mismo y se vistan igual, si puede ser como espartanos mejor, con la túnica rojita y prestos al combate. Un poco caprichoso este Dios —para el cual utilizamos la mayúscula porque es el único y verdadero, y de paso para no herir su orgullo propio—, y además cultísimo, que ha hablado tantos idiomas como intereses hay, y ahora, finalmente, se ha abierto a todos, vendiéndole su sueño con emanaciones y todo a la inversión extrajera, y al carajo la sociedad espartana con sus homoioi, sus éforos, su asamblea, y su diarquía. Bueno, lo de la diarquía puede esperar, al final todas esas eran mariconadas de los griegos, que aquí lo que hay es que eliminar las gratuidades. Pero Gabriel piensa en todas estas cosas de pasada y sin orden, como recuerdos inconexos de sus conversaciones con Román, el único amigo que tiene, o al menos el que ha estado ahí cuando la cosa se ha puesto jodía de verdad. Porque ahora se va a dar un baño para quitarse el polvo del cuerpo, que así como está tiene pinta de albañil en plena faena, y él puede no tener casi ropa, o la poca que tiene estar llena de remendones, pero lo que si no soporta es andar sucio. ¡Coño, pobre, pero con dignidad! Después quizás salga a buscar una cajita de comida para el almuerzo y compre otra que guardará para la noche, y como son tres los CUC que le tocaron, con el que le sobra va a comprar cigarros y unos panes para antes de acostarse. Mañana será otro día.
2
Algo parecido a esto era lo que iba pensando Gabriel, toalla en mano, mientras se dirigía al baño. La verdad es que en esta ciudad, bajo este sol donde no hay nada nuevo, basta tener el sustento del día garantizado para dar por concluido el ciclo vital de veinticuatro horas, milagro de simplificación. Toda la vida se reduce a esto: una existencia de embrión donde se es casi persona, y lo único posible es comer lo que se pueda y estar. Sin embargo, lo que no sospecha Gabriel es que a menos de un kilómetro de allí Román está sentado en la sala de su casa, perplejo, con la boca ligeramente abierta y los ojos, que delatan algún ancestro asiático, queriendo salirse de sus órbitas. Frente a él una mujer de unos veinticinco años, igualmente sentada, lo mira mientras mantiene las manos juntas sobre el regazo. Postura inequívoca de que algo salió mal.
—Yo no puedo —dice ella.
Me cago en diez. ¿Quién cojone me mandó? —piensa él.
—Eso es como quitar una vida.
El que sí no puede soy yo, corazón. Tú estarás muy buena pero hasta aquí las clases. No te me vengas a hacer la santurrona ni la más cristiana de todas, que bastante loquita eres. Ese muerto no es mío.
—Esperé a estar segura para decírtelo.
¡Esto parece una novela, coño! Y tú claro, desesperada por salir de casa de tus parientes pa´venir a meterte aquí. Pues mira, que no me parece.
—Tengo que hablar con mi tía. ¿Tal vez podríamos ir juntos?
En su mente Román empieza a ver proyectadas una secuencia de imágenes que parecen sacadas del guion de un film, aunque no por ello menos verosímiles. Se ve yendo a casa de la tía de Gretchen, que estalla de felicidad. Todos lo felicitan por la buenísima nueva mientras le sigue la esperada pregunta: ¿entonces cuándo se mudan? Luego se ve alquilando un bicitaxi en el que trata de meter los bultos de la hipotética novia, sí, porque en realidad eso del matrimonio está sobrevalorado, a estas alturas hay cosas mucho más importantes. Basta con que tengan donde meterse, que alguien se haga responsable del paquete… y lo demás caerá por su propio peso. Aunque en realidad Gretchen no tiene bultos sino solo una maleta, eso sí, que pesa bastante, y además no se puede arrastrar ya que las ruedas se le partieron subiéndola en el tren en Nuevitas, no quedará otra que emular a algún Míster Olympia y levantarla en peso. Pero lo peor vendrá después. Las consultas de seguimiento con el médico de la familia. Si mal no recuerda, el martes es el turno de embarazadas, lo sabe porque ese día es imposible tan siquiera pedir una receta de dipironas. Las colas son enormes. Como si en este país la gente todavía tuviera ganas de complicarse la vida. ¿No les basta con el calor, el transporte, la comida que está imposible, los apagones inmortales y la escasez de medicamentos y del agua? Manda pinga. Parece un crimen traer una criatura al mundo. Entonces la doctora te mira por encima de los espejuelos y te dice que la hemoglobina está un poco baja, que para eso la carne de caballo es buenísima, o la de carey, da igual, eso sí, que no se exceda porque le puede hacer daño. ¿Pero de dónde habrán sacado a esta tipa? Que me explique dónde encontrar el carey, y después, con qué lo pago. ¿Tendrá chamas esta mujer? ¿Habrá tenido la hemoglobina baja? En realidad es el Román del film el que, producto acaso de su reciente inmersión en el torbellino existencial que constituye su potencial paternidad, se ha olvidado de echar una mirada sobre el contexto. Basta mirar detenidamente a nuestra descendiente de Hipócrates para comprender que desde dentro, a falta de otra cosa, el desespero también se la está comiendo a ella. Los síntomas son incuestionables. La mirada que se posa recurrentemente en el reloj que cuelga sobre la pared frente a ella, los brazos todo el tiempo cruzados sobre el pecho, sus lacónicos “anjá” cada vez que se le comenta algo. ¿Será que está esperando todavía que le llegue la misión? ¿Será por el contrario que acabó de llegar? No caben discusiones al respecto. Está esperando. Si hubiese llegado su aptitud sería diferente. Estuviera sufriendo ahora mismo lo que se denomina el síndrome del recién llegado. Es uno de los padecimientos más fáciles de diagnosticar. Irritación perenne, insatisfacción, posturas políticamente inaceptables para un compañero internacionalista, y para rematar, la velada sensación de que esto no tiene remedio. Concluyamos que nuestra doctora no es una recién llegada. Y ahora su única preocupación la constituye el hecho de saber cuál será su país de destino. Ojalá no sea Venezuela, porque la verdad es que cuando le hablan de eso solo atina a persignarse.
—Yo ya pasé por ese trago una vez y me fue más amargo que el carajo.
—¡Ay, hija! A mí me da lo mismo, con tal de que me llamen, como si es pa´Haití —dice Katia, la enfermera del consultorio, entrecerrando los ojos verdes que contrastan de manera esplendida con su piel mulata.
Pero eso ya queda fuera de la ficción de Román, o mejor dicho, paralelo a ella. En estos momentos él anda calculando probabilidades, acaso dejar el trabajo, que desde hace poco comenzó en el Archivo, para irse a vender viandas en el Agromercado, o quizás ponerse en un portal de dependiente de un timbiriche donde se venda ropa, traída seguramente desde un país hermano. El asunto es que anda como loco por las calles, igual a uno de esos que es difícil reconocer si en verdad está completamente ido, o si efectivamente son los problemas lo que le hacen ir hablando solo mientras no se percata de que algún que otro transeúnte lo mira medio sorprendido y dice para sus adentros: “este se tostó”. Ya tendrá que batirse contra oleadas de enemigos, como uno más de los trescientos, o el trescientos uno. Solo que él no tiene un hoplon para esquivar los golpes, si es que existe alguno que proteja de los porrazos que hay que sufrir en un país como este.
—No es que lo diga el padre Yulier, es que está mal —continua la mujer.
—¿Quieeeén?
—El padre Yulier, Román. ¿Quién va a ser? ¿Es que no me escuchas?
—Sí, sí.
Ese tipo me cae mal con cojones. Siempre metiéndose en todo con aires de apóstol, de suficiencia divina. ¿Pero qué coño se cree? Se ve que no es él quien tiene que mantener un fiñe pa´estar hablando como si supiera lo que eso significa. Con el nombre de proxeneta que tiene. Yulier, el de los Sitios. Ese si te quedaría bien, asere, no Yulier, el cura.
—Mira, dame un par de días. Es que me cogiste de sorpresa. Imagínate…
—¡Román, yo no me lo quiero sacar!
—Eso ya me lo dijiste unas diez veces. Pero tienes que entender que debemos estar seguros…
—¿De qué?
—Bueno, mi hija… que de verdad estás embarazada.
—Tú lo que piensas es que yo te lo quiero anotar, ¿no?
—Gretchen, aguanta, que yo no dije eso.
—¡Pero igual lo estás pensando!
—¿Y cómo puedes saber lo que me pasa por la cabeza?
—¡Porque se te ve en la cara! Coño, viejo… ¡Yo no pensé que tú me fueras a dar la espalda!
Y ahí vienen. Ya doblan la esquina. Sollozos primero, espasmos después. Un torrencial de lágrimas. Y Gretchen colorada como una manzana. Y Román que no sabe qué hacer. Y… me cago en diez, carajo.
3
Son las seis de la tarde, y del sol solo queda un resplandor más atemorizante que el que rodó Kubrick. No obstante, por hoy lo peor ha pasado, a esta hora ya no hay riesgo de insolación. De seguro es por eso que los dos amigos se hallan sentados en el suelo de la azotea de Gabriel, tomando lo que de manera muy acertada llaman ron del gris.
—¡Pinga, con otro trastazo así te vuelas! —dice Gabriel.
—Falta que me hace. ¡Imagínate! A esta hora con ese recado.
—¿Y tú que le dijiste?
—¿Qué le voy a decir? Que este no es el mejor momento, que debemos pensarlo mejor, que ahora mismo la cosa está en candela.
—¿Y tranzó?
—Nescafé, bróder. Armó una perreta de tres pares. Y lo peor es que tampoco puedo estar seguro de que no es mío.
—Déjate de mareo, papa, que todas las guajiritas esas son tremendas mecaniqueras.
Gabriel se lleva el vaso a los labios y bebe un trago corto. Luego se inclina sobre una nalga y saca del bolsillo trasero de su short una caja pequeña y estrujada en la que Román adivina escrita, en letras rojas sobre un fondo blanco con rayas azules, la palabra Criollos.
Ve a su amigo, en un gesto mecánico, transportar el cilindro diminuto hasta su boca para acto seguido, prenderlo. El humo se eleva con indiferencia.
—Estás metido en tremenda balacera –continúa Gabriel—. Como yo lo veo, te estás dejando enmoñar por esa jeva, y te vas a dar la embarcá del siglo.
—Lo que tengo que hacer es convencerla pa´que se lo saque —dice Román abstraído.
—Papa, eso lo veo difícil.
—¿Por qué?
—Es obvio. Ella está asegurando su casa en La Habana.
—¿Y si de verdad es mío?
—Eso es muy posible, hace rato me di cuenta de que eres medio comemierda.
—Comemierda no, asere. A cualquiera se le calientan los metales…
—Sí, ya sé. En una noche de pirata, cualquiera se tapa un ojo…
Román baja de golpe casi una pulgada de alcohol.
—Suave, yunta —dice Gabriel medio en broma.
—Si al final tienes razón. No sé quién pinga me mandó a singar sin gorro.
—De nada vale que te lamentes ahora. Lo que tienes que hacer es meterle ruido pa´que se lo saque. Dile que tú no lo vas a reconocer, que no tienes cómo estar seguro.
Román vacila. Con independencia de lo que diga el padre Yulier, si bien o mal, él sabe, está casi seguro, de que ese chama es suyo. ¿Cómo no estarlo? Si aquella noche que su madre se quedó junto con su hermano en el cuarto de una tía allá por Luyano, Gretchen fue para la casa de él y allí estuvieron sin dormir hasta la seis de la mañana. Haciendo aquello que ya se dijo, y sin gorro, que equivale a decir, sin preservativo. ¿Resultado? Un mes de retraso en la menstruación y la visita clandestina al hospital Gonzales Coro. Dictamen: saco gestacionario, nueve semanas.
Es momento de decirlo. Con el tema de la paternidad Román tiene una especie de trauma. Dejar a una mujer preñada, o con un niño chiquito, eso es una mariconá. Él no sabe hasta qué punto puede ser un crimen en otro lugar, pero lo que es aquí, no hay ni discusión. ¿Quién lo ha vivido como él para decirle lo contrario? ¿Cuántas veces le juró a su madre que iba a luchar para que la vida fuera distinta para ellos? Promesa que para su interior resonaba muy distinta. Yo no voy a ser igual que él, eso es ser un mierda, por la Pura que no. Juramento similar a un iceberg, con una parte hacia fuera y otra inmensa, impensable, hacia las profundidades, hacia la voluntad misma, hecho con frialdad, con firmeza de hombre que recién ha cumplido los diez años. Subiendo las escaleras hasta el tercer piso, cada uno con un cubo lleno de agua porque se había roto el motor, promesa casi susurrada al oído materno para que no la oyeran los que iban un poco más arriba y los de un poco más abajo, en fila, como ascendiendo por los Andes. Y el silencio de Olga, estoico, escéptico. Acaso porque intuía lo difícil que podía ser salir adelante. Solo se trataba de resistir. Corre el año noventa y cuatro, se habla de Período Especial. ¡No hay ni zapatos! Pero debemos resistir. Y el hombre que recién cumplió la década no entiende más allá del apagón, del bicarbonato que con el sudor quema bajo las axilas porque ya empieza “el desarrollo” y no hay desodorante, y si no se corta y las muchachitas no se le van a querer acercar, y de la camisa blanca como las franjas de la bandera, pero llena de remendones, y de la pañoleta roja, como la sangre derramada de los héroes, pero desteñida, y en el cielo una estrella solitaria alumbra la noche de Cayo Hueso, en La Habana. ¿Pero resistir a quién y en nombre de quién? Quizás esto fue lo que alguna vez le preguntó Román a la estrella solitaria, acostado en el piso del balcón porque el calor no había quién lo resistiera, seguido del juramento: “yo no voy a ser igual que tú, so maricón”.
Un hombre culto que le enseñó a escuchar a las tres B alemanas, y a Mozart y Prokofiev, y a Bártok. Y también lo llevaba al Latino a ver a los Industriales, y le enseñó a tirar la curva con la que se cansó de ponchar a Gabriel, que después, molesto, siempre se quería fajar. Y cargaba agua junto con él, mientras su madre los esperaba con el eterno huevo con arroz y chícharo servido en la mesa: “pero después del baño, que bañarse acabado de comer es peligroso, te puedes quedar to´virao”. Y también le regaló, junto con Olga, a Esteban, su hermano. Cuatro personas para dos cuartos, estaban dentro del promedio de habitantes por metro cuadrado para Centro Habana. Pero como la felicidad en casa del pobre dura poco, Orlando se enfermó de un día para otro. Se cayó en la puerta de la casa y fueron los vecinos quienes lo recogieron y llevaron para el Calixto García. Allí la cosa comenzó a agravarse, él escucho las palabras “cigarro”, “morfina”, algo sobre “buscar al menos dos balones de oxígeno”, y… “no hay mucho que hacer”. Nada, que acabado de cumplir las tres semanas de ingreso Orlando murió de cáncer de pulmón, dejándolos a Olga, a él y a Estebita en ascuas. Entonces con quince años le tocó, o al menos así lo asumió, ser el padre de su hermano.
—Ñooo, asere, que te pones de pinga —dice Gabriel, que iba a encender otro cigarro y ve como Román hace volar azotea abajo la cajetilla de criollos—. A ver si me compras otra que si no te voy a dar tremenda explotá de cara.
—Oye, me hace falta un favor tuyo. No vine nada más que a darte la muela de Gretchen.
—¿Qué? ¿Necesitas un timbre?
—¿Y pa´qué yo voy a querer una pistola?
—Pa´suicidarte.
—No jodas, consorte, que es en serio.
—Bueno, bueno, no se me ponga así. Hable a ver qué puede hacer el Gabo por su bróder.
—Necesito que me cuadres con la gente esa de Carlos III.
—¿Qué gente?
—La que te resolvió la pincha aquella en todo por tres.
—¡Ah!, pa´Estebita, ¿no?
—Sí, asere. A ver si pasa el servicio social allí mismo. Pa´que no lo manden lejos y la Pura no me entre en catarsis.
—Pero a esa gente hay que salvarlos. Tú sabes, tocarlos con alguito.
—No hay cráneo, yo tengo un menudo ahí. Tú avísame. Igual, me imagino que con una tabla alcance.
—Limpio. Con eso te venden a su madre envuelta en papel de regalo.
Hacen una pausa para rellenar los vasos. A Gabriel se le derrama un poco del líquido que le corre por la mano izquierda hasta la muñeca.
—Se me olvido echarle a los mártires —dice—, que con esa gente no hay kimbe. Lo suyo es lo suyo —y deja caer un chorrito sobre el suelo, justo al lado de donde se halla sentado.
—Bróder, tú sabes —continua Gabriel pero en tono más bajo, casi confidencial—, ya no estoy tan seguro de vender la casa.
—¿Qué? ¿Ya no te piensas ir?
—No, no es eso. Es que tengo una sensación rara. Y por otra parte, yo quiero irme, tengo la cabeza podrida y ya no me cabe ni un mal recuerdo más.
—¿Entonces?
—Que también me pesa deshacerme de la cueva esta. Aquí están mis eggum. Y además, no me convence la talla esa de atravesar una pila de fronteras pa´llegar al yuma.
—Siete.
—Oye pa´allá. ¿Lo ves? Eso está súper enredao.
—El lío es que si quieres irte pa´Estados Unidos tienes que hacerlo ya, porque como están las cosas… ahorita no se puede coger ni la lanchita de Regla.
—A mí me da lo mismo cualquier lado, Román. Lo que pasa es que pal´yuma es más fácil.
—¿No me acabas de decir que no te cuadra la travesía?
—Pero allí te dan una ayuda. Y coger la residencia no es tan difícil pa´nosotros.
—Compadre, ¿por qué no haces lo que te dijo el puro y ya? No te complicas tanto.
—Porque él lo que quiere es que yo venda la casa pa´que me vaya a vivir con él. Claro, si ya se siente viejo y solo. Porque todos sus hijos se le han ido pal´carajo, por hijoeputa. Y ahora que yo, Gabriel, el puntico, le limpie la mierda y coja los doce mil CUC pa´invertir con él en su negocio.
—Se realista, consorte. Irte como tú quieres es un embarque. Busca otra manera, no sé, cásate con una extranjera, o un extranjero, como te dé la gana, igual te voy a aceptar, a los amigos hay que quererlos con sus virtudes y defectos.
—Ahora el que está jodiendo eres tú.
—Te lo digo en serio. Busca otra forma. Si al final también estás solo como tu papá. Y por otra parte no tienes cómo levantar la cueva que ya casi se te viene encima. Si ya tienes dudas con lo de pirarte, pregúntale a tus cosas entonces. Sin embargo, a mí me parece que de momento la mejor opción que tienes es esa que te dio tu viejo.
—No sé, ya veremos. A eso todavía tengo que darle taller —Gabriel toma el pomo con una mano—. Por ahora vamos a bajar a esta tipa que se nos está resistiendo más que de costumbre.
—Es que hoy está cabrón. ¿Qué coño le habrá echao el Gambao?
Los dos observan el recipiente donde una vez hubo litro y medio de refresco TuKola, pero que ahora se ha degradado hasta almacenar una botella de ron del gris. Lo miran y parecen dudar de sus fuerzas, como si fuera el mismísimo Stevenson quien estuviera frente a ellos, desafiante.
—Hay que tener ganas de emborracharse —dice Román y apura otra pulgada de alcohol que desciende veloz por la garganta, dejando una estela de fuego tras su paso—. Su madre…
4
Hace más de dos años que Román trabaja en el Archivo Nacional. Allí empezó luego de un largo periodo en el que hizo de todo un poco, o como él mismo dice: menos chivato y maricón, cualquier trabajo es decente. Luego de terminar el pre había matriculado en la Universidad para estudiar Derecho, pero pronto sintió que lo que estaba haciendo, en realidad, era perder el tiempo. Y eso es algo a lo que este hombre parece tenerle fobia. Terminó el primer año y después… ojos que te vieron ir… Hasta llegó a decirle a Olga que dejaba la Universidad porque estaba malgastando de manera miserable su juventud. La pobre mujer pensó entonces que había perdido irremediablemente a su hijo, que la calle se lo había tragado, que no quería estudiar y que ahora sería como tantos otros que se lanzan a luchar en una ciudad que como Cronos va devorando a sus hijos; aunque en honor a la verdad esta es más voraz que el dios griego, que en el mito aquel se comía exclusivamente a sus hijos, y esta, La Habana, se “mangia” a todo el que se le ponga adelante, griego, o cubano de Jesús María, da igual.
Entonces Román se fue ganando la vida como pudo, pero sin dejar de estudiar, dedicándole largas horas a la lectura. No quiero participar de la misma farsa que los demás, le decía a su madre siempre que ella trataba de convencerlo para que retomara la carrera. En el fondo lo que él temía no era otra cosa que la mentira, el gran flagelo de Cuba. Todo es apariencia, ilusión, velo de maya, samsara. Gentes que fingen trabajar, un estado que finge pagar, un pueblo que finge no robar y vivir en la legalidad, y la policía que finge no enterarse de nada. Maestros que juegan a dar clases y discípulos que aprenden a no saber nada. Títulos que se cuelgan en alguna pared de la casa para que la familia lo muestre orgullosa porque el niño, o la nena, se graduó de Economía, con Diploma de Oro, y la semana que viene se va para Inglaterra a vender churros.
Filósofos que nunca tuvieron en su programa de estudios a La República de Platón, ni el Órganon, que jamás oyeron hablar en clases ni de San Agustín ni de un tal Heidegger. Por eso cuando vengan los americanos lo que se van es a morir de hambre. Y aquí entra otro de los tantos traumas nacionales. Menos mal que se ha perdido la costumbre de representar a la nación con la alegoría de una mujer semidesnuda, como se decía antes, que en realidad solo se le ve el hombro izquierdo, que si eso es semidesnuda cómo calificar la vestimenta de las mujeres de hoy, que aquí, por aquello de que somos latinos, el calor y todo eso, hay que tener entereza para salir a la calle y mantener la compostura. Aunque tal vez la ausencia de representación sea porque no hay república en el verdadero sentido del término; y en fin, que si nuestra Cuba fuera una fémina, a fuerza de tantos traumas como tenemos y consultas de psicoanálisis, la deuda externa sería la más alta del continente.
Pero la verdad por encima de todo. Y lo cierto es que el tema de los americanos constituye ya un tópico dentro de nuestra historia. Si no, fíjese que no más uno entra en un aula primaria, con el uniforme tricolor y el olorcito a jabón Nácar, y ya te empiezan a ladrar todo el discurso de la fruta madura, que si en el siglo diecinueve existía una corriente fuertemente anexionista, traidores y vende patria, coño. Que si José Antonio Saco como filósofo fue importante, pero en cuanto a su aptitud política, no sé, es dudosa. Varela, en cambio, ese sí fue un tipo duro de verdad. Olvidándose acaso la más importante de las herencias que nos legó el marxismo, la de comprender que cada individuo es en buena medida el resultado del momento y el contexto histórico que le tocó vivir. Ya lo dijo quien lo dijo: el hombre es él y sus circunstancias. Entonces sigue la maestra, y si no es de las emergentes, mejor, con el pecho inflamado de fervor patriótico, despotricando, que bastante que le pedimos apoyo y que reconocieran nuestro gobierno en armas, porque esas cosas, aunque hayan pasado ya dos siglos, todavía duelen, no nos hicieron el más mínimo caso, y después nos frustraron la victoria en la guerra del noventa y cinco para instalar una pseudorepública que duró hasta que llegó lo que llegó; cierto lo primero, falso, falsísimo lo segundo. Y sigue la teacher: por eso no nos perdonan, porque fuimos capaces de hacerle una revolución en sus narices; sí, el David que ha resistido el bloqueo más largo de la historia; sí, el David más Goliat de todos, el más fuerte, y por eso, justamente por eso, todavía acechan agazapados, esperando el momento para saltar sobre la yugular de nuestro aguerrido pueblo, ellos que no tienen ni salud ni educación gratuita como nosotros, que saben que en el mundo millones de niños mueren de hambre, y el aula que repite a coro: ninguno es cubano, ¡¡¡aú, aú, aú!!!”, como una falange de efebos espartanos, porque ese país es un antro de decadencia, una mancha de corrupción. Y siempre hay un niño, porque para descubrir pensamientos engañosos nada más efectivo que la mente de un chico, que se dice: “bueno, mi´ja, ven acá, si esa gente está en candela y nosotros estamos tan bien… ¿por qué la gente se va echando de aquí en tablas, cámaras o lo que aparezca, y no son ellos los que vienen pa´acá? ¿A ver profe, cómo responde usted a eso?” Y así de fácil empieza uno a participar de la mentira. O lo que es lo mismo, a no decir toda la verdad. Porque nuestro niño, si pone eso que ha pensado en la prueba, sale, como se dice aquí, por el techo, que es lo mismo que decir que se arma la gorda. Mamá y Papá citados para la dirección, un consejo disciplinario, posible amonestación pública, en fin, olvídate del pre, de la Lenin, y por supuesto, la palabra Camilito para ti no existe. A lo más que puedes aspirar es a un oficio o a la agricultura, que tierra es lo que sobra aquí, aunque la mayoría este ociosa. Así que nuestro chico va a repetir la misma trova hasta que se esté graduando de la Universidad, y todavía después en su centro de trabajo, ante una visita nacional. A no ser que resulte salirnos un artista y un día en el extranjero, obstinado ya de lo mismo, diga lo que realmente piensa y pal carajo, ¡migrante! Pero cuando vengan los americanos la cosa va a cambiar. Al menos eso es lo que piensa la mayoría de la gente. Y claro, no es porque los americanos sean la mata de la virtud. Lo que pasa es que todo el mundo sabe, acostumbrados como están a las medias verdades, que lo que viene es el capitalismo, y ahí sí a joderse. La cosa va a ser igual que antes. El que sepa cómo ganarse la vida vivirá y el que no, in nomine pater, filius et spiritu sanctus, y el padre Yulier persignándose. Pero lo que adivina Román, y muchos más como él, es que en un país con un sistema de educación tan deplorable, donde lo importante ha sido la promoción y no el aprendizaje, donde el conocimiento ha sido tan parcelado y escaso, ¿quién está preparado para una sociedad basada en principios de eficiencia y competitividad? In nomine pater, filius et spiritu sanctus.
Pero como quedó dicho, la mentira que ha sido este sueño de Brahma, nunca satisfizo a Román. Por eso, cuando se encontró con un antiguo profesor del pre y este le preguntó qué estaba haciendo, la respuesta que dio fue la habitual, casi un lugar común: “Na, lo que venga, de todo un poco”. El hombre tomó entonces los datos de Román y tres semanas más tarde lo llamó para proponerle un trabajito que quizás le podría ayudar.
—El salario no es suficiente —dijo.
—No se preocupe, en ningún lugar lo es.
—Sí, pero bueno, al menos es algo estable. Y por otra parte, más acorde contigo.
Román no prestó importancia a aquello de más acorde contigo, puesto que para él, exceptuando los dos oficios que se mencionó antes, todo trabajo tenía su dignidad. No obstante atribuyó esta expresión a una especie de sentimiento de cercanía intelectual que siempre había existido entre ellos, lo que justificaba perfectamente que Gonzalo, el profe, pensara que el lugar más adecuado para su antiguo estudiante fuera en un ambiente propicio para desarrollar sus habilidades intelectuales, frase con la que pensaba lo había convencido.
Es claro, por otra, que para un joven aficionado a la lectura, de manera particular a las humanidades, trabajar en un sitio cuyo objetivo fuera la historia y su preservación, resultaba un hecho estimulante. De este modo comenzó Román su labor en el Archivo Nacional. En principio, Gonzalo le resolvió para que trabajara digitalizando algunos documentos que ya se encontraban notablemente deteriorados, siendo así que de manera regular a sus manos llegaban legajos de valor incalculable que además contaban una Historia de Cuba muy diferente a aquella que declamaba la maestra de primaria. La Historia no oficial, empezó a llamarla él, y pronto la pincha pasó a ser el objeto de un celoso entusiasmo más que una obligación impuesta por la necesidad. Con frecuencia sucedía que habiendo pasado un documento a formato digital y concluido con ello su trabajo, no quedaba satisfecho. Entonces buscaba satisfacer su curiosidad y rastreaba la historia hasta llegar al desenlace, de manera repetida solicitaba legajos en los que no se le había ordenado que trabajase y así pasaba más horas en su pequeña oficina, entre el ácaro y los papeles amarillentos. Pronto dejó de vérsele con frecuencia por el barrio y cuando alguien le inquiría: “¡Eh, estás perdío!”, él respondía siempre lo mismo: “Na, en la pincha”.
No culpemos a este hombre por haberse enamorado de tan ingrata labor. Sí, porque la paga amerita sus lágrimas si la comparamos con lo que gana un camarero en cualquiera de los interminables comercios gastronómicos de La Habana. Que parece que este pueblo solo piensa en comer y tirarse dos trapos arriba. ¿Será ya un trauma? ¿Una nueva adquisición para la conciencia popular? Vade retro, Brahma. Es natural, como ya se dijo, que Román se haya prendado de su trabajo. Para alguien como él, amante por sobre todas las cosas de la verdad, es una revelación que los propios muertos cuenten su historia, sin intermediarios, sin la mesa redonda, sin los libros politizados que se consideran oficiales, sin los cuadros del partido, sin la maestra de primaria; en fin, lejos de ti Brahma, tú no puedes entrar en este lugar, que tú pesadilla ya nos ha jodido bastante y esto está fuera de tu sueño carmesí. Dejemos que los muertos vuelvan a la vida entonces, y en un prodigio de mímesis todo sea de nuevo, como cuando Orlando le ponía los audífonos grandotes para escuchar en la sala de música de la Biblioteca Nacional a Rostropovich tocando las Suites de Bach. Que se abran las sesiones de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, que otra vez se alce el conciliador verbo martiano, que los italianos que emigraron no sean mafiosos y mucho menos tengan problemas con la droga, que la constitución del cuarenta no quede suspendida en el tiempo, como uno más que en la parada de 23 y 12 espera el P4, aguardando la promesa dilatada del retorno a los suyos.
Román fantasea con todo esto. Una combinación que lo conduce a un final irremediable. Lecturas, imaginación, entusiasmo, nostalgia, la conciencia de que las cartas podían haberse jugado de otra manera y de que todo pudo ser diferente. En fin, de que el mundo es potencia, posibilidad, y de que él, y acaso todos los demás, no estemos verdaderamente solos. ¡Uf! Este tipo nos va a salir escritor.
Para eso compró una laptop. Bueno, en realidad no fue tan así, que él no gana para tanto. Más bien fue un trueque que hizo. La obtuvo de un vecino que se la dio como pago por algunos arreglos eléctricos y otros trabajos de albañilería. Qué bueno que aprendió de todo, sino hubiese tenido que empezar a escribir a mano como Dostoievski y tantos más. Digamos que su computadora no es un prodigio tecnológico pero al menos para lo que él quiere, le resuelve. Por eso cuando llega a la casa se baña, come lo que haya y se tranca en su cuarto a escribir. Aunque a veces tenga que irse para la calle, o a casa de Gabriel hasta bien entrada la madrugada, porque si Estebita está es imposible que tenga la privacidad que necesita. Y es que eso de escribir exige sus comodidades, al menos silencio, y si se disfruta de soledad, mejor.
—Asere, te vas a fundir —le dice Gabriel.
—Tú déjame a mí.
—Mira, que aquí no hay jama pa´eso.
—¿No ibas a salir?—pregunta sin levantar la vista de la pantalla incandescente.
—Sí, me voy pa´la Casa de la Música.
—Vaya bien entonces, hijo mío.
Y así queda Román solo entre las paredes agrietadas de la cueva. Estará allí hasta por la mañana y después se marchara a su casa para dormir, que es sábado y él no tiene trabajo. Luego, cuando se despierte, volverá a revisar sus papeles, montones de impresiones que ha ido realizando a escondidas, posibles historias que escribir, y quizás encuentre una partida de defunción que le expidieron en la Catedral de La Habana. Entonces es posible que recuerde a aquella muchacha que lo atendió primero cuando fue a solicitar el documento y quince días después cuando fue a recogerlo, notablemente blanca para ser de aquí y con una trenza negra que le cae en la espalda. Cubana es, pero por el modo tan cuidadoso de hablar evidentemente no de La Habana. ¡Cuidado, Romanov! No vaya a ser que dentro de un tiempo se te aparezca en la casa y te dé, sentada con las manos sobre el regazo, la noticia de tu vida. Pero para eso todavía falta. Que este tipo es persistente como el diablo y ya se las ingeniará para volver a la Catedral y sacarle conversación a la muchacha. Y después, otras cosas más que por decoro no decimos aquí. Pero el pretexto ya se lo dio Gabriel cuando le dijo que tenía una oferta para vender la casa.
—¿Y ya está a tú nombre? —preguntó Román.
—No. Es que no sé ni lo que tengo que hacer.
—Lo primero es ver quién es el dueño de la propiedad.
—No, eso sí lo sé, mi abuelo.
—Menos mal que por lo menos sabes algo. Si es así tenemos que buscar las certificaciones de matrimonio y defunción de tus abuelos. Y después la de tu mamá, pero de ella solo la de defunción.
—¿Y eso de dónde lo saco?
—Papa, del registro civil. ¿Por lo menos sabrás donde se casaron?
—Sí, en la Catedral.
¡Zas! Ya está. Para allá irá voluntariamente Román, aunque Gabriel se ofreció por entender que ya bastante era que le tirara el cabo como para buscarle también unos papeles que él mismo podía ir a solicitar.
—Coño, compadre, que no soy un anormal —le dice.
—Que no, viejo. Esas cosas hay que hacerlas bien, si no los documentos salen mal y se pierde mucho tiempo.
Como si fuera él mismo quien iba a redactarlos. Un pillín. Pero bueno, ya se ha dicho, por la boca muere el pez. Y el anzuelo para este se llama Gretchen.