A IMAGEN Y SEMEJANZA / Horror Vacui

A IMAGEN Y SEMEJANZA / Horror Vacui

Colectiva / Fábrica de Arte Cubano / 6-10-19

Enrique Rottenberg, Gabriel Guerra Bianchini, Cirenaica Moreira, Andy de Calzadilla, Ailen Maleta, Yanahara Mauri, Katiuska Saavedra, Rafael Miranda San Juan, Ronald Vill, René Peña, Lázaro Saavedra, Jenny Brito, Fernando Rodríguez, Reinier Nande, Alejandra González, Lianet Martínez, Adonis Flores, Gabriela Reyna, Adonis Ferro, VAE, Irolán Maroselli, Liudmila & Nelson, José Toirac, Elio Jesús, Gertrudis Rivalta Oliva, Mabel Poblet, Carlos Quintana…, parecen muchos, pero en verdad es un corpúsculo social reflejado desde la visualidad cubana contemporánea. El autorretrato, la entidad humana y su identidad, resultado en primera instancia de la actividad fisiológica del órgano más enigmático del cuerpo, y luego de la cultura, nos lleva a preguntarnos, ¿Quiénes somos, más allá de esa construcción contrahecha, erigida desde cómo nos describen los otros, o nos reflejamos en los otros, o lo que creemos ser?
Realmente es una pregunta difícil de esclarecer, con muchas respuestas, todas ellas subjetivas, incluso las del somatón, cuya lectura es, en última instancia, también humana. Cuando menos tenemos algunas interpretaciones de nuestro ego: religiosas, políticas, científicas, artísticas…, todas ellas trozos medianamente identificables de una sola conciencia, la humana. Sin ahondar más en el asunto, que nos tomaría unos cuantos razonamientos innecesarios para la ocasión, la percepción que tenemos de nosotros mismos parte de una base corrupta. Sería como el depósito inicial de una cuenta garantizada por nuestros predecesores, quienes nos proveen de un turbio surtido de cosas aprendidas, no todas buenas ni útiles. Es a partir de aquí que comienza el trecho de los equívocos, el de la vida social (la humana, pues los burros no pueden darse el lujo de cometer errores cada tres pasos).

De todo lo anterior pudiéramos percatarnos solo cuando lo que “somos” empieza a cuestionarse filosóficamente, existencialmente, desdoblando sus términos y matices culturales de manera exploratoria, máxime si el sujeto es creador. Las sorpresas que descubren nuestra revisión interior, que también están en los autorretratos de Rembrandt, o en toda su vida y obra, empiezan a filtrarse a través de los muros de contención del Yo, dejando al descubierto muchas fisuras, la mayoría de las veces escondidas a posteriori, deliberadamente, chapuceramente; cuando no, manifiestas de modo descarnado (ver la obra de Francis Bacon). En el título de esta exhibición se esboza la figura de Dios, como paradigma de creador creado. Y si algo se nos muestra a imagen y semejanza, como en el Génesis del antiguo testamento, es porque también existe una pequeña brecha de duda, en la que semejanza no es equivalente a exactitud. Así como hemos creado un Dios de apariencia humana (tal vez el primer autorretrato colectivo, impoluto, omnipotente, depurado de cualquier procedencia animal), tan solo para que rija nuestros descarriamientos, nos colocamos intencionalmente en desventajosa posición con relación a nuestra creación. Solo sabiendo que ella es ficción, podemos arriesgarnos a burlarla, flexibilizándola para cada propósito.
Si somos capaces de perpetuar semejante falacia, en algún lugar muy por encima de nuestras cabezas, ¿cómo no elaborar cualquier otra imagen, a nuestra semejanza, como simple práctica de especulación mental? Ya sabemos que el silicio que contiene el vidrio posee tal composición líquida que, con el tiempo, termina por escurrirse, deformando la imagen que reflejan los espejos. Metáfora óptica aparte, nunca podremos hablar de exactitudes en nuestra cambiante autopercepción, en todo caso de apariencias casi siempre manipuladas. A fin de cuentas, llegamos a apegarnos tanto a nuestro ego, que le tomamos cariño; lo defendemos y cuidamos a tal punto, que hasta la exhumación de nuestros resquicios más oscuros es presentada con esmero estetizante, montada finamente con molduras y paspartú: “este soy yo, ruin y miserable espejismo de mí mismo”, y a un lado, nada discreto, el rótulo: “en venta”.

Una arista muy potable de “A imagen y semejanza”, es la de aquellos creadores que se desdoblan en otros Yo (abiertamente diferentes de sí mismos), manifestando con ello la casuística posibilidad de ser, físicamente, otros, incluso símbolos o alegorías de diversos ideales distintos del divino. Con semejante interpretación, la idea Zen de la disolución del ego no llega a ser alcanzada, simplemente traspolada (caso contrario, nos privaría de la visión de lo individual en el ser, ese que es, al menos genéticamente, irrepetible). A lo largo de la Historia, el autorretrato ha sido un ejercicio genérico, casi una curiosidad, toda vez que sabemos más de los artistas por su obra, que por la imagen reflejada noche tras noche frente al candil de su estudio (excluyendo de este criterio a artistas de la estirpe de Frida Kahlo, para quien ambas cosas fueron una sola). ¿Quién fue Joseph Beuys? ¿Ese germánico alto, piloto de combate nazi, comedido, que usaba sombrero de ala? ¿O acaso alguien que transfiguró el rostro del arte en la segunda mitad del pasado siglo, con bloques de grasa y fieltro, o cohabitando con un coyote? La trinidad configurada por el artista, sus avatares y su obra, apuntalándose la una en la otra, pudieran ser el mejor retrato de un estado constructivo para el Yo individual. En un mundo en el que la individualidad (célebre) posee un peso tan considerable como patrón, es lógico que uno quiera saber que apariencia tienen. Es casi seguro que de esa curiosidad nazca la reinterpretación que hagamos de nosotros mismos, por mímesis o contraposición; un barniz semanal para calafatear el tedio que significa flotar en un océano de incógnitas. Ya que todo está tan mediatizado, y cada currículum contiene fotos de los artistas, también es natural que la introspección del autorretrato busque más en aspectos conceptuales, presumiblemente medulares para cada cual.