Ángel R. Ricardo Díaz / Galería Servando, 28/11/19
Si la memoria no me falla, creo que conozco a este individuo hace treintaitrés años. Espero que al artista no le moleste esta revelación, que implicaría para el lector hacer una rápida cuenta de sus años, tanto como de los míos, tomando en consideración que, en el momento de conocerlo, estaba recién graduado del Instituto Superior de Arte. Mientras hacía el servicio social, Ángel fue mi profesor en la Universidad de Ciencias Pedagógicas. Él hacía parte de un convoy de recién egresados, que también estuvo integrado por José A. Toirac, Elio Rodríguez (El Macho) y Alfredo Martell, entre otros. En la actualidad no es intelectualmente menos inquieto que en aquel entonces, pero recuerdo que el burbujeo conceptual que traía del ISA, revolucionó la limitada percepción que en aquel entonces teníamos del arte y los artistas. Se veía desfachatado, con propuestas y ejercicios experimentales que muchos guajiros allí nos bebimos hasta el final sin preguntar por qué.
Después se acabó todo aquello; el piquete de graduados del ISA terminó su servicio social, nosotros terminamos la carrera, y empezaba la crisis económica tras la caída del Muro de Berlín. Junto con el Título de licenciado, también venía una bicicleta Ucrania (las últimas) para capear el temporal de carencias que se avecinaba. “Ahora si vamos a hacer arte del bueno”, pensábamos. Algunos condiscípulos, que quedamos medianamente conectados, como Pedro Álvarez, Carmen Cabrera, Lissy Sarraf, Madeleín Ortega, Alexis Esquivel y Filiberto Mora, nos preguntábamos, en lo sucesivo, qué habría sido de la suerte de aquellos amigos que hicieron las veces de profes, y que formaron parte de la ruptura con la inercia plástica de la segunda mitad de los ́80. Según trascendidos de unos, más informados que otros, casi todos ellos habían seguido su órbita creativa hacia fuera, a través de becas de estudio, o como simples emigrados. Nunca más supe de Ángel.

Hace unos cuatro años, mientras vivía en Luanda, vi en Facebook la obra de un tipo que me resultó muy buena. Cada rato, cómo invitaciones a muestras, o a través de los perfiles de los amigos, volvía a ver las pinturas. Entonces indagué mejor, y ahí reapareció el hombre. Estaba viviendo en México, pintando unas telas descomunales, con un tratamiento visual que no tendría sentido clasificar, pero que se cruzaba entre dos antípodas, la figuración y la abstracción. A primera vista parecían motivos vegetales, pero era solo una intuición muy vaga la que llevaba a recordar esas plantas insectívoras que se confunden con animales, o cualquier otra cosa, para atrapar a sus presas. Si así fuera, a fin de cuentas, de eso también vive un artista, y esa correlación entre la apariencia de su obra para seducir al espectador y sustentarse de la venta, me parece más real que cualquier metáfora que pudiera emplear para describirla.

Hace dos años nos reencontramos en el estudio de Alejandro Campins, y tuvimos oportunidad de hablar hasta por los codos, cerrando esa elipsis temporal que hubo entre los ́80 del pasado siglo y la actualidad. Casi todo su trabajo estaba en México, y solo venía de visita, de manera que ver su obra físicamente parecía bastante ilusorio. Ayer estaba por 23 comprando verduras, y fueron ellas las que me llevaron fortuitamente a la galería Servando. Aquí estaban, en vivo, las obras de Ángel Ricardo. Como es de suponer en una inauguración, no tuve tiempo de bajar mucha muela con él, pero eso quedará para otra ocasión.

En las telas y cartulinas de mediano y
gran formato, aparecía un extraño inventario de ¿plantas?, mitad herbario, mitad vísceras, en un punto en que las demarcaciones de lo reconocible se diluían hasta una ambigüedad formal, que impedía una identificación cabal de lo visto. De manera que, en ese desenfoque abarcador, mientras piensas estar percibiendo un tallo, pronto se trastoca en pseudópodo, o en un fragmento de estado mental alterado. En alguna medida, esto que parece ser un muestrario de yerbas alucinógenas del siglo XVIII, también transgrede las tendencias formales de la plasticidad, rememorando la paleta clásica de un pintor del barroco, para ser rápidamente subvertida, en dramático contraste, y en una misma obra, hacia una contemporaneidad tajantemente expresiva. Después regresé, en ausencia del artista, a descubrir con detenimiento esta reinvención de la botánica, casi científica, casi artística, sensorialmente dislocada y alucinante.

La Habana, Cuba, 1967 / Artista
Formado en Pedagogía Artística por la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona, Técnico en Artes Visuales por la Academia Provincial de Bellas Artes de San Alejandro, Diplomado en Antropología Cultural por la Fundación Fernando Ortiz, y en Producción Simbólica por la Universidad de las Artes (ISA). Ha ejercido como ilustrador gráfico, analista de prensa, periodista y profesor universitario. Sus libros de poesía y narrativa breve se han publicado en Cuba, Venezuela y Argentina. Cuenta con numerosas exposiciones personales y colectivas en Cuba y el extranjero. Actualmente desarrolla el proyecto de experimentación artística Observatorio Entrópico de Palatino.