
I N T R O D U C C I Ó N
Estas páginas no son un ensayo propiamente dicho sobre Samuel Beckett. A duras penas son sobre una relación con su obra.
No sé quién me lo “presentó”. No lo recuerdo. Ese nadie (aun cuando él o ella no sepan que lo son) ha quedado borrado. Muy ingrato de mi parte; cosas de la memoria.
El primer libro leído fue Rumbo a peor, uno de los últimos de Beckett. Y ese título ha marcado un camino a través de su obra. Ese “rumbo a peor” ha significado, por un lado, una pasión, un cariño y una gratitud creciente hacia un amigo férreo, duro, sin medias tintas, siempre terrible si se piensa que toda pasión y gratitud que crecen ilimitadamente se convierten en pequeño infierno. Por otro lado, ese “rumbo a peor” me ha llevado a estar cada vez más cerca de un terreno despoblado, de un arrasamiento donde se habita un mundo de nada para nadie; ambas visiones se van haciendo más nítidas a medida que se vive y se releen sus libros.
Podríamos enlazar toda esta aparente dualidad a la idea de “fármacon” que Jacques Derrida desarrolla en su extraordinario texto La farmacia de Platón. Para mí, entre los dos caminos separados que contienen a Samuel Beckett, está ese “fármacon” vital siempre bien recibido que funciona como alivio a la vez que como sufrimiento.
Con cada novela, poema, obra de teatro, film o ensayo, ahí, en el centro, tirando con todo y contra todo, Beckett estaba mutilando toda posibilidad de ego, una lectura para una sensación de reducción, de monigote. Y en esa desnudez se siente la sacudida de un amigo que siempre dice la verdad a través de “cómo es” ser humano, mientras agradecemos su “compañía”.
Ese “cariño” por Beckett no ha cambiado. Aun hallándose ante la normal resistencia a no querer ser nadie, incluso en los momentos donde más profundamente sabe y siente que lo es, que él estuviera ahí haciéndole sentir innombrable, con su voz sumida en silencio, a través de una estructura y un lenguaje férreo, se encontraba con algo; y entonces, por un momento, en el vacío total, Beckett se mostraba como ese que entendía el vacío entre las manos, extraño sobre todo cuando a veces esa sensación de vacío la había generado él.
También entiende que cuando hable de Beckett le digan que es deprimente; su literatura atraviesa un túnel en el cual se penetra en la soledad, a oscuras, sin lucecitas ni contemplaciones, sin engaños ni patrañas. En su obra se está ausente de voz, y mientras más se parlotea más se es un cuerpo en decadencia constante que miserablemente sigue destruyéndose, vivo en un espacio vacío, siendo eso a lo que se evita mirar de frente para que pueda haber la posibilidad de un mañana feliz, porque Beckett borra toda esperanza, comenzando por la incapacidad física, de ser órgano liquidado y mustio, enterrado en su futura podredumbre, y terminando porque ese cuerpo carga con una mente ausente de lenguaje propio, vaciado de sentido, “rumbo a peor”.
De este modo ocurre que esa reacción a tomar distancia, a no querer saber que se es un “innombrable”, eterna vox clamantis in deserto en busca de una “compañía” imposible de hallar, hace ver la literatura de Samuel Beckett como un acto deprimente.
Pero aterricemos: ¿qué hace todo esto referente a la obra de Samuel Beckett en este país, en esta cultura, en esta isla, en esta historia? ¿Será acaso que este paisaje lo hace más cercano o lo hace más lejano?
Este sol que da de lleno sobre nuestras cabezas, en las “jetas” gombrowiczianas que se encuentran en las calles; estos gritos, estos tumultos, estos cuerpos sudados unos contra otros en espacios reducidos, este polvo convertido en costras en algunas pieles, en pequeñas dunas en cada esquina y que el viento nos lanza a diario sin piedad contra el rostro, sin permiso, sin disculpa; todo esto, a fin de cuenta, ¿resulta favorable a la literatura de Samuel Beckett?
Aquí se sale a la calle, se camina, se mira, pero en el fondo no se quiere mirar. Uno evade pero no hay distancias. De alguna manera es la misma reacción a no leer a Beckett. Lee Detritus
esos textos breves, y se ve que lo que nos rodea está cada vez más cerca de nuestro ámbito: esos cuerpos mutilados con esas miserias, esos cilindros, esos cacharros, esos andrajos, esos diálogos interminables sin sentido, escleróticos. Se siente vívidamente que se está en el lugar de la literatura de Beckett. Pero no hay escenografía. Todo es real, se siente que Beckett es aquí la vida. Entonces se detiene. Piensa que quizás si estuviera en París sería igual, que nunca hay otro lugar mejor que el que describe nuestras vidas, donde sea. En Miami lo vio Lorenzo García Vega. Nunca hay mejor lugar que el que vivimos. O en Praga, bajo el brillo de una magia que Ripellino desnudó en una cultura decadente. Oculto detrás de la vida de cualquier ciudad, donde se mire, siempre, en la costumbre diaria, no hay mejor lugar para ver el cuerpo literario beckettniano.
No hay un mejor lugar. Siempre se ve. Todo sitio es el sitio.
Porque esos personajes, esos seres, no están dirigidos contra un país o determinada cultura, es contra ese espíritu del hombre que deja todo desolado. El discurso de Beckett le arrebata a todo sitio su anciana y deprimente Cultura Nacional, no existe en él la preocupación de un Estado que siempre abandona al individuo, sus parloteos son en nombre del bicho invisible que se pierde en la masa, dejándolo en nadie, como debe ser, y que sigue deambulando eternamente sin esperanzas entre otros hombres, todos tullidos y ancianos, gente perdida de antemano en la pequeñez y que repasan una y otra vez un pasado mediocre ajeno a nostalgia alguna, seres que se pierden en su historia familiar, destruidas por los años, la separación y el desamparo.
Pero ahora, en este texto Beckett estará aquí, en este sitio, se intentará poner a esos personajes arrasados ante el único ojo de mirar como “una” nación, “una” Cultura Nacional, su arte será puesto ante los rostros demolidos y azorados de Antonia Eiríz, mostrándose siempre en contra, ya sea del discurso de este Estado-Nación que grita a los cuatro vientos su importancia, o con el firme propósito de minimizar aún más la ya existente miseria de ser nadie, pero se verá que pese a todo, los seres de Samuel Beckett tendrán una simetría perfecta con esas siluetas de los rostros de Eiríz.
¡Milagro!
Uno quisiera dejar atrás todo esto, no ver esa relación, seguir otro camino para intentar un inicio que pueda estar sin definirse, comentar la guerra que ha sido para todo nadie leer a Samuel Beckett en esta isla bajo un sol imperial, aplastante, desfigurador. Presiente que no se podrá.

E L C Ó M O E S
¿Será posible decir alguna vez un cómo es?
En el lodo, hasta el cuello en el lodo, en la sonrisa, nunca se sabe. Ni se sabrá.
Se avanza. Se sigue. Uno va y va pero nunca sabe a ciencia cierta cómo es, o cómo se ha hecho para llegar al punto que sea se esté y que se quiere narrar, explicar. Se habla. Se dice todo. Se parlotea. Con un lenguaje, con gestos. Se cambia. Uno cambia. O cree que cambia. O solo cambia lo que le rodea a uno. O cambia uno y no lo que le rodea. O no cambia nunca nada. En este lugar o en cualquier otro. Siempre a partir de un lugar en el que se está, en el que se pregunta, con más certeza al final, cómo es. Porque para intentar decir cómo es hay que rastrear aquí y allá, y eso siempre termina siendo un hueco, el hueco de uno, el previsto, desde donde se intenta avanzar, y describir con un lenguaje lo imposible, y que se presiente, no se podrá decir nunca exactamente.
Se hará el intento con la lengua enredada, se dirán una retahíla de palabras enlazadas unas tras otras, se van acumulando mientras se sigue, mientras se avanza. Se cree que se sabe algo, a uno que solo se le ha incrustado algo al cuerpo durante ese ir, algo que se supone crece en uno, que llega a saberse como si fuera parte de lo que uno es, pero nunca se sabe decir qué es.
La lengua se queda atrapada en un grupo de palabras corto, limitado, que solo repite, que son más o menos las mismas una y otra vez. Y avanza. Sigue. Y siempre dice, más o menos, las mismas palabras. Una y otra vez. Como ahora. Como aquí. La retórica. Un lugar. Un país. Una Cultura Nacional. Todo eso, retórica.
La retórica es verdaderamente el lenguaje común, en cualquier hueco. Uno escucha cada vez menos y se repite: una y otra vez. Los mismos actos. Una y otra vez. El poder radica en eso, en un grupo de repeticiones que avanzan y siguen al mismo tiempo que uno. Repite. Cansa y repite. Sigue.
¿Afuera hay una realidad ajena a esto que uno es? ¿Cómo es el otro? ¿Habrá un modo de describir mejor todo esto, de decir un cómo es ajeno a una precisa vida en un preciso hueco con una sola precisa voz?
Todo este balbuceo será un intento de describir una manera de mirar, de su reacción, solo un intento que luego de leer a Samuel Beckett intentará sacar algo, y en el proceso intentará decir, a través de esa lectura, que aquí pasa algo que se relaciona con ese mundo descarnado. Pero a la vez se deseará decir algo en contraposición, ajeno a ese afuera que oprime, que limita, siempre balbuceando. Porque aquí todos dicen algo, todos parlotean y balbucean una lengua nacional desgastada, vieja, cansada, retórica, aunque realmente ese decir sea solo una apariencia porque luego nadie sabe explicar cómo es que se dice, a través de qué. Como esto ahora, esta narrativa de un quejido para nada.


Ramón Hondal (La Habana, 1974). Escritor y editor. Trabaja como editor del proyecto literario Torre de Letras. Ha publicado los cuadernos Diálogos (2014), el cual fue Premio Luis Rogelio Nogueras en el año 2013, Scratch (2019) en la editorial Bokeh, y Prótesis (2019) en la editorial Casa Vacía, cuyos tres libros constituyen una trilogía. También publicó La Caja (2020) en la editorial Bokeh. Editó y prologó la novela de Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, publicada por la editorial Arte y Literatura. Reside en La Habana.