Un 7 de junio nació Guy Pérez-Cisneros, hace exactamente 105 años. Para muchos un nombre desconocido, para otros un destacado hombre de letras y diplomático cubano de la República. Entre estos últimos están aquellos privilegiados que participaron en la celebración de su centenario en la casa del poeta Rafael Almanza, sede de la Peña del Júcaro Martiano, cuando el 26 de diciembre de 2015 fuimos convocados a escuchar su palabra. La de Guy, pues se rememoró su discurso pronunciado ante una incipiente Organización de Naciones Unidas en 1948 y su papel en la concepción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero también la de Martí, en el discurso “Con todos y para el bien de todos”, concelebrado por varios peñistas; y las voces de Alenmichel Aguiló, quien presentó a Pérez-Cisneros en la totalidad de su figura y significación y la de Rafael Almanza que trazó un “Acuerdo de los Cubanos” inspirado en el diplomático que a su vez, inspirado en Martí, llevó la idea del “con todos” a la reunión de las naciones. De modo que todo quedaba enlazado en la vigesimosegunda Peña. Hoy rescatamos varios materiales de ese memorable encuentro de hombres y mujeres libres: la ponencia de Aguiló que dio paso al video didáctico donde se oye, íntegro, el martiano discurso de Guy, y el susodicho video, gentileza del sello Filmes de Homagno. Les ofrecemos, además, el video que el joven realizador Kevin Ávila elaborara con posterioridad al evento, en el que es entrevistado Almanza a propósito de la personalidad de Guy y se muestran imágenes de archivo de la Peña en cuestión.
Mario Ramírez Méndez
EN EL CENTENARIO DE GUY PÉREZ-CISNEROS
Hoy escucharemos a Guy Pérez-Cisneros que nació hace poco más de cien años, un siete de junio.
Quizá muchos de ustedes, aquí presentes, sepan ya quién fue Guy Pérez-Cisneros, o al menos tengan una idea. No puede negarse, muy a nuestro pesar, que este hombre es prácticamente desconocido, fuera de un estrecho círculo, y desconocidos son sus méritos y su obra. La historia está llena de olvidados que no caben en la “Historia” por diversas razones. En el caso de Cuba muchas veces sospechamos, y otras confirmamos, que las razones pueden ser ideológicas. Jorge Mañach decía, sin embargo, que la conciencia de un pueblo no se hace olvidando sino recordando.
El padre de Guy, Francisco, era pintor de cierto renombre y cónsul de la República. La madre, Paule, era francesa de Toulouse. El niño, Guy Rafael Francisco Pérez Cisneros y Bonnel, nació en Francia —aunque fue inscrito como cubano— y vivió fuera de Cuba toda su infancia y adolescencia. Comenzó sus primeros estudios en España pero desde los seis años regresó a Francia donde se graduó de bachiller y fue Laureado en Literatura Francesa como uno de los tres estudiantes más destacados del Concurso General en que participaban todos los colegios del país.
Es decir, aun como francés tenía un futuro promisorio. No obstante, pese a hablar el español con extraño acento, según él mismo confesara, era cubano. A los 18 años, después de haber perdido a su madre, regresa a Cuba con el padre y los hermanos. El padre muere al año siguiente.
Así este muchacho, que apenas sale de la adolescencia, se ve huérfano en un país que visita por primera vez, muy diferente a aquel en que nació y obligado a hablar su segundo idioma habiéndose destacado tanto en el uso del primero. Un país que se encuentra en pleno caos revolucionario, donde todo está patas arriba. Un país que, para ilustrar la inestabilidad reinante, en los tres primeros años de estancia de Guy, verá derogada una constitución y dictadas sucesivamente dos leyes constitucionales que sufrieron entre ambas unas quince reformas.
Pero el joven Guy se adapta y demuestra una gran entereza.No lo paraliza la nostalgia de Francia, donde seguramente tenía familia por el lado materno. No parece dudar que su destino es Cuba aunque haya mantenido el vínculo natural con la patria materna, atestiguado por su abundante obra de traductor. Matricula pronto en Derecho y Ciencias Sociales y comienza a trabajar en el Ministerio de Estado gracias a un antiguo amigo y jefe de su padre, el propio ministro Cosme de la Torriente —otro olvidado del que debiéramos tener memoria por sus esfuerzos para que la Isla de Pinos fuera reconocida definitivamente como cubana y el Tratado Permanente con los EEUU, asidero jurídico internacionalde la Enmienda Platt, derogado.
En la Universidad conoció a José Lezama Lima y a un grupo notable de intelectuales y artistas del momento. Junto a Lezama estuvo desde Verbum hasta Orígenes y se convirtió en uno de nuestros más importantes críticos de arte, y prácticamente definió y dio sentido a esa generación de artistas y ayudó a transformarla en el fenómeno cultural que hoy conocemos. Se convirtió también en un importante historiador del arte cubano, y en uno de los primeros profesores de historia del arte. En 1946 se graduó de Filosofía y Letras con una tesis titulada: Características de la Evolución de la Pintura en Cuba (Siglos XVI, XVII, XVIII y primera mitad del XIX).
Como curador, y junto a Domingo Ravenet, organizó algunas de las exposiciones más notables de su época.
Sus artículos aparecieron regularmente en las principales publicaciones del país, a veces desde una columna fija. Su labor como periodista fue incansable. En 1945 se graduó del Colegio Nacional de Periodismo “Manuel Márquez Sterling” —llamado así en honor a uno de nuestros más notables y agudos periodistas, hoy igualmente olvidado, a pesar del tesón con que combatió la Enmienda Platt hasta verla derogada en 1934 cuando era Embajador en Washington, bajo la jefatura del ya mencionado ministro,Cosme de la Torriente.
Guy Pérez-Cisneros fue, sin duda, un motor de la cultura cubana, un animador inagotable que ayudó a darle forma y personalidad a una generación. Sin él nuestros artistas podían haber realizado las mismas obras pero quizá su historia sería contada de un modo muy diferente. El arte es usualmente cosa de la memoria, no del olvido, de todo el tiempo, no exclusivamente del presente. El arte y la crítica constituyen un organismo mal comprendido, en el que cualquiera de sus partes está destinada a morir si se abstrae de la otra. Podemos creer, porque es verdad, en el valor intrínseco de la obra de arte, pero la obra no vive en el arte, sino en la historia, donde el crítico la sitúa. Ser, no necesariamente implica estar vivo. Fuera de la historia la obra desaparece hasta que otra clase de crítico —historiador del arte— decide darle nueva vida. Guy cumplió su misión de crítico al extremo que, como es costumbre, junto a esos nombres que contribuyó a inmortalizar el suyo casi desaparece.
En fin, con estos méritos diríamos que vale la pena recordar a Pérez-Cisneros para no olvidarlo más. Aunque, a decir verdad, apenas hemos hablado de la mitad de su vida. Este hombre vivió con tal intensidad que sus escasos 38 años parecieran 70 de los nuestros porque junto a su carrera como —usemos el término martiano— factor de una cultura nacional, desarrolló otra como factor de la dignidad nacional, esta vez en el servicio diplomático de nuestro país.
Y a algunos puede parecerle prosaico y aburrido un servicio diplomático, sin embargo, en él se sostiene la dignidad de un estado frente a sus iguales. Fue diplomático Martí, fueron diplomáticos Cosme de la Torriente y Manuel Márquez Sterling —hasta Jorge Mañach fue Ministro de Estado (Relaciones Exteriores) por muy breve tiempo— y fue diplomático a tiempo completo Guy Pérez-Cisneros. Le tocó vivir una situación internacional muy especial y una situación nacional no menos interesante. La Segunda Guerra Mundial y su final, el nuevo orden constitucional cubano y el ascenso al poder de un partido con programa democrático y nacionalista —en el mejor sentido de la palabra— el Partido Revolucionario Cubano.
Esto le permitió tomar parte en los acontecimientos internacionales más importantes de la época y no siempre una parte secundaria como cabría pensar para el representante de un país tan pequeño y sin aparentes influencias como Cuba. Porque Cuba tenía grandes medios de influencia. A falta de tanques, petróleo o abundancia de recursos humanos y materiales, contaba con unas reservas de pensamiento y valor moral formidables y sorprendentes. Unas reservas que, asentadas en la síntesis y recreación martianas, habían erigido la columna vertebral de la nación a lo largo del siglo y todavía aquí y ahora nos convocan. No adelanto más, porque esos valores están revelados sucinta pero efectivamente en el discurso que escucharán. Baste decir que Guy interpretó nuestra tradición en ese momento óptimo en que la política nacional intentaba encausarse para ser verdaderamente nacional y contribuyó a dejar fijado algo de su caudal de virtud en la política mundial.
¿Es necesario reproducir su hoja de servicios? Para no pecar de mezquinos, ya que lo homenajeamos, escuchemos:
Ingresó en el Ministerio de Estado en 1934. Secretario General Adjunto de la Comisión Nacional Cubana de Cooperación Intelectual (1937); Jefe Interino de la Oficina de la Liga de las Naciones del Ministerio de Estado (1939);Secretario General Adjunto de la Unión interamericana del Caribe (1939); Secretario General de la Delegación de Cuba en la Conferencia de Naciones Unidas de San Francisco (1945); Consejero de la Delegación de Cuba en la Conferencia Preparatoria para la organización de la UNESCO (Londres 1945); Secretario General de la delegación de Cuba a la Conferencia para la creación de la Organización de las Naciones Unidas (San Francisco 1945-46); Agregado Comercial en Canadá y Representante de Cuba en el Consejo Económico y social de la O.N.U. (1946); Relator Electo de la Comisión Especial sobre Información de Territorios No-Autónomos de la II Asamblea General de las Naciones Unidas (Nueva York, 1947); Delegado y primer relator de Cuba a la IX Conferencia Interamericana (Bogota-2 de Mayo de 1948) donde se aprobó la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre, antecedente directo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; Delegado de Cuba a la III Asamblea General de las Naciones Unidas, en el Palacio de Chaillot (Paris-1948), fue uno de los Delegados que propuso la aprobación de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” (diciembre 10 de 1948) pronunciando el discurso que escucharemos; Vocal de la Comisión Cubana de la UNESCO (1949); Delegado de Cuba a la IV Asamblea (Nueva York 1949) y V Asamblea(Nueva York, 1950/51); Secretario General Electo de la Comisión Americana de Territorios Dependientes (La Habana 1949); Jefe de Despacho del Ministerio de Estado de Cuba (La Habana, 1950); Agregado Comercial de Salud en el Consejo Económico y Social de la O.N.U. (1952).
Dos cosas suelen destacarse de su trabajo en relación con las Naciones Unidas: su labor en la Comisión Especial de Información de los Territorios no Autónomos —es decir, las colonias— y su significativo papel junto a Ernesto Dihigo en la redacción de uno de los primeros borradores y en el proceso de preparación de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”.
Más que un documento, la Declaración es monumento que debiera distinguirse en la conciencia histórica de la humanidad como lo hacen las Pirámides, el Circo Romano o la Gran Muralla. La Declaración fue obra colectiva aun mayor, de maduración lenta, aglutinadora de naciones y con un sentido muy diferente al de aquellos monumentos antiguos. Y en esa Declaración están las manos de Pérez-Cisneros, Dihigo y otros cubanos, están los valores que como nación fuimos construyendo, que como aspiración fuimos hilvanando.
En esa Declaración están nuestros valores, aquellos en que han creído nuestros mejores hombres y mujeres. Los que el mundo nos ha dado y los que Cuba ha dado al mundo, modestamente, pero sobrepasando las expectativas que sus escuetas dimensiones harían suponer. Debiéramos sentirnos orgullosos, tenemos razones para estarlo —sin caer en el pernicioso chovinismo— y debiéramos cultivar esos valores en lugar de ponernos a alardear de que somos el país con más campeones olímpicos por centímetro cúbico o por habitante cuadrado.
¿Hay dudas acerca de si estos valores son nuestros o no? ¿Acaso no creemos que todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y que debemos comportarnos fraternalmente entre nosotros; que tenemos derecho a la vida, la libertad, la seguridad de nuestras personas, al reconocimiento de nuestra personalidad jurídica, a no ser tratados con crueldad o esclavizados, a ser iguales ante la ley y de la ley recibir protección, a que no se nos discrimine por nuestra raza, color, sexo, religión, opinión política, posición económica, origen nacional o social; a ampararnos en los tribunales ante la violación de nuestros derechos; a no ser detenidos ni arrestados a capricho; a no sufrir injerencias arbitrarias en nuestra vida privada ni ataques a nuestra honra o reputación; a circular y elegir libremente nuestra residencia en el territorio de nuestro país; a salir de nuestro país y regresar cuando nos parezca porque para eso es nuestro; a la nacionalidad de la que no se nos puede privar de forma arbitraria; a fundar una familia con la protección de la sociedad y el Estado; a la propiedad tanto individual como colectiva y a no ser privados injustamente de ella?
¿Acaso no estamos convencidos de nuestro derecho a la libertad de pensamiento y conciencia, de opinión y expresión, de manera que no seamos molestados a causa de nuestras opiniones y podamos recibir información, investigar, intercambiar y difundir estas opiniones por cualquier medio de expresión? ¿Acaso no manifestamos aquí, hoy, que entendemos como nuestro el derecho a reunirnos y asociarnos pacíficamente para intercambiar esas opiniones libres?
¿Y no creemos también que, ya sea directamente o por medio de representantes libremente escogidos, tenemos derecho a participar en el gobierno de este, nuestro país; tener acceso en condiciones de igualdad a las funciones públicas y que la única fuente de autoridad pública sea la voluntad del pueblo expresada, cuando menos, en elecciones libres?
¿Alguien duda en merecer la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad? ¿Alguien duda de su derecho al trabajo, al descanso retribuido, a un adecuado nivel de vida, a la educación y a que los padres tengan preferencia a la hora de escoger el tipo de educación que habrán de recibir sus hijos; a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad —como hacemos ahora mismo— y a que el orden social en que vive esté orientado hacia el respeto de estos mismos derechos?
Sí, creo que todos reconocemos estos derechos como nuestros aunque creamos que muchos nos están vedados y otros —algunos de los cuales estamos ejerciendo efectivamente aquí— los practiquemos con peligro. Lo que verdaderamente asombra es que, con esta convicción respecto a cuáles son nuestros derechos, toleremos con naturalidad que nos los conculquen.
¿También los derechos son objeto del olvido y nos hemos olvidado de ellos como nos olvidamos de Guy? Pues recordar a Guy es recordar nuestros derechos porque estos eran el sentido de su vida, aun cuando escribía sobre Amelia, Víctor Manuel o Ponce. Son, como él sabía, el sentido de nuestra Nación y nuestra Patria, aunque al escuchar estas palabras los chovinistas entiendan otra cosa y los cínicos pesimistas y xenófilos se miren a hurtadillas disimulando una sonrisa.
¿Qué puede ser la Patria sino una ilusión romántica, tal y como lo son la mayoría de estos derechos? Ilusiones perfectamente inútiles, verdaderos lujos que no ocupan la mesa ni cubren el cuerpo, dicen. ¿La Patria? Un pretexto para matarnos unos a otros. ¿Los derechos? Flaco consuelo para los débiles, que dejan las manos libres a los fuertes —únicos con un verdadero “derecho”, el de la fuerza— para seguir medrando. Por regla, estos cínicos basan su filosofía de la vida en ponerse a la sombra de algún fuerte que los utilice y reparta con ellos las migajas.
Hoy en Cuba somos testigos de un rebajamiento sin precedentes de nuestra propia estima. Nos hemos dejado quitar todo, y de paso nos hemos quitado hasta el orgullo, ni qué decir de los derechos, la historia, Guy, todo en el olvido. Y esto no es nuevo. Márquez Sterling se asombraba de escuchar en 1910 con cuánto orgullo nacional se refería a su país cada diplomático latinoamericano que había conocido y cómo, por el contrario, sus colegas cubanos no hacían más que augurar con cinismo el fin de la República.
Hace unos años, en otra edición de esta misma Peña, dije que el mayor reto para la generación de cubanos que iba llegando a la edad madura era rescatar el país que nos habíamos dejado robar. Y no me refería solamente a nuestra parte de la riqueza material, o a nuestros derechos políticos, o a nuestros derechos fundamentales, sino incluso a nuestro orgullo, nuestra historia, nuestros símbolos.
Todo ha sido mezclado —Patria, Nación, Estado— en un ajiaco misérrimo, de manera que la única historia que tenemos es la que interesa y conduce inevitablemente a la Revolución; nuestros símbolos, nuestra bandera y nuestro escudo han sido adulterados para simbolizar la adhesión a esa supuesta Revolución y hasta nuestro orgullo nacional se ha contaminado de tal manera que muchos lo confunden con el orgullo de ser revolucionario. La palabra Revolución —tan cara a nuestros próceres, usada con entusiasmo por Martí, por Agramonte, por todos los que desearon una República libre con todos y para el bien de todos— aun esa palabra ha sido desnaturalizada y estará vedada para varias generaciones de cubanos, a los que espantará por representar la inmensa catástrofe que estos últimos cincuenta años han sido. Cómo me gustaría también rescatar esa palabra. Pero habremos de conformarnos por ahora con rescatar la Patria, la Nación y eventualmente, el Estado capaz de garantizarnos una República que no sea de papel y donde el nombre de República y la invocación del culto a la dignidad plena del hombre no sean —si se me permite usar una broma reciente de Rafael Almanza— un mero recurso homeopático.
Otro ilustre olvidado —que también fuera diplomático, por cierto—, Mariano Aramburo, dijo en una ocasión que el estado era la sociedad de los derechos, la nación la sociedad de las ideas y la patria la sociedad de los afectos. No debiéramos avergonzarnos de nuestros afectos ni de nuestras ideas. Mucho menos renunciar a nuestros derechos. No es que sea indigno olvidar, es que no es útil, perjudica, hace padecer. Martí creía en la utilidad de la virtud y pocas cosas son más útiles aunque los pragmáticos se asombren. ¿Ser prósperos sin derechos, sin esas libertades “idealistas” como la de pensamiento o expresión o asociación? ¿Qué país verdaderamente próspero no ha sido escenario de un titánico esfuerzo por proteger y hacer avanzar estos derechos universales del hombre? Quizá en ningún lugar estos derechos se ejerzan plenamente y sin obstáculo, pero a lo que aspiramos es a un reconocimiento efectivo de ellos por los mismos que han de disfrutarlos, sin mediaciones ni interpretaciones que nos los amputen y desinflen.
El con todos y para el bien de todos es una aspiración muy alta que quizá se piense imposible e irrealizable. Permítaseme discrepar. Puede que la República con todos y para el bien de todos no haya existido o no exista en nuestra sociedad de los derechos, pero sostiene y da sentido a nuestra sociedad de las ideas y se funda en nuestra sociedad de los afectos. ¿Cristo dijo que el reino de los cielos vivía en nosotros? La República con todos y para el bien de todos es una realidad muchísimo menos ambiciosa que apenas prefigura esa otra. Llevarla como aspiración en nosotros mismos, en el culto a nuestra dignidad plena y la de todos los hombres, nos acerca efectivamente a ella. Esta aspiración ha de darle sentido a nuestra vida como nación y, mientras más alta, mejores son los augurios porque ¿qué vida es más lamentable vivir sino aquella donde la realización de todas las aspiraciones ha vaciado su sentido?
La vida de Guy estaba pletórica de sentido, murió a los 38 en plena actividad el 2 de septiembre de 1953, mientras compilaba y editaba las Memorias del Congreso de Escritores Martianos del que fue Secretario General Adjunto. Pero aun podemos sorprendernos de él. Rafael Almanza me expresaba de la siguiente manera cuánto le asombraba su destino: nacer en Francia, irse adolescente y regresar en pleno vigor al majestuoso escenario de Chaillot, para, en nombre de un pequeño país al otro lado del mundo,anunciar ante el concierto de las naciones aquellos derechos universales por los que su amada Francia se desangró, por los que su amada Cuba y todos los hombres de decoro habrán de seguirse desangrando.
Ya estamos grandecitos, no solo como individuos, sino como pueblo, y va siendo hora de que asumamos ciertas responsabilidades y la primera: el respeto de nosotros mismos, nuestro natural decoro. No hay razón para no sentirse orgullosos de haber tenido hombres como Guy, Jorge, Manuel, Cosme, Mariano, o José Julián. No hay razón para no sentirse orgullosos de esta lista que podría hacerse mucho más extensa con una porción de humanidad cubana de variedad, riqueza y valía deslumbrantes. Todos comparten algo esencial con nosotros, somos cubanos, somos una comunidad de afectos e ideas con personalidad propia. En la patria estaremos siempre aunque vivamos lejos de ella porque de los afectos que nos fundan es difícil prescindir. Pero aun podemos escoger en qué patria viviremos: en aquella desmemoriada y hostil, aquella en la que olvidamos y somos olvidados, postergados permanentemente, excluidos de nuestros derechos, o en esta que, siguiendo su mejor vocación, la de estos hombres imprescindibles, quiere ser con todos y para el bien de todos.

Camagüey, Cuba, 1980 / Profesor e Investigador
Licenciado en Derecho en 2018 por la Universidad de Camagüey y Licenciado en Historia en 2004 por la Universidad de La Habana. Máster en Historia Contemporánea, mención: Relaciones Internacionales, por la Universidad de La Habana en 2012. Ha trabajado como profesor en la Academia de Arte Vicentina de la Torre y como profesor e investigador en el Centro de Estudios Nicolás Guillén de Camagüey y en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana. Como parte de su labor investigativa desarrolla indagaciones sobre las visiones democráticas de Márquez Sterling y Mariano Aramburo, y sus tesis de licenciatura y maestría en la Universidad de La Habana versaron sobre la OTAN en el contexto de la postguerra fría y el Tratado del Atlántico Norte, respectivamente. Como servicio público se desempeñó como juez lego.